28 marzo, 2010

Dos de corazones


Es hora de restañarse las heridas, bajar la inflamación del ojo derecho, escupir sangre mezclada con saliva. El zumbido que nota en sus sienes, que se agolpa en sus oídos se mezcla con el fragor del público enardecido tras los muros grises del vestuario. La insuficiente luz de un fluorescente le ciega lo bastante como para mantener la vista en el suelo, y por segundos no nota más que su respiración desesperada, como si en cada bocanada se redimiera de los golpes, mientras Barry le masajea los brazos con linimento, le habla palabras que ya no puede entender. Su cuerpo arde y se apaga bajo la ducha como si su alma pudiera redimirse de los golpes, salir de nuevo al mundo ennoblecida por el sacrificio. Un dolor impreciso y profundo en el abdomen, en el pecho, recuerda la furia que se derramó en el combate, como una fiera apenas humana, los guantes bien ajustados hasta apretar los tendones. Un derechazo, saber mover bien los pies, dibujar una finta, aguantar la embestida y de nuevo un nuevo golpe, y otro más. Barry vuelve al vestuario cuando él se está vistiendo, se sienta en la banqueta junto a él, comienza a contar billetes, sonríe, no deja de hablar de apuestas, de entradas, de nuevos contratos. Luego el silencio, el más hondo y aterrador silencio se apodera del recinto. El público ya se ha marchado, dos empleados negros barren el suelo mudos y parsimoniosos, la mayoría de los focos ya se han apagado. La taquillera le mira torvamente mientras despega del hall de la entrada el cartel de su combate.


En la avenida 74 el aire parece limpio, nuevo, como si viniera de lejanos montes dónde nunca han oído hablar de la ciudad eternamente alzada sobre el mundo. De pie sobre la acera, enciende un cigarrillo, guarda el mechero, camina hasta la esquina del Flary’s donde conoció a Betty se queda muy quieto contemplando la oscuridad de su interior tras las rejas, las mesas vacías, las sillas apiladas en un rincón, el piano cubierto por una gran tela blanca. Decide llamar a un taxi.

Después contemplará la noche desde la vitrina del vehículo, sentirá su olor a rancio y a callejón oscuro. Latirá la noche como late a fuego su vientre, su corazón que lucha como lucha el instinto en el ring. Si al menos Betty le esperara en casa después del combate, con la bata casi desanudada, y sus pechos florecientes asomando desde el corsé. Pero Betty no está, y en algún bar de mala muerte un desgraciado la estará sobando con sus manos blandas de abogado, con sus sucias manos manchadas de dinero sucio, de finanzas ocultas, y este dolor ya no tendrá sentido, los golpes habrán sido más merecidos que nunca. Si gira el cuello siente una punzada, si mueve las manos nota la presión sobre los tendones. Deslizándose por el asfalto, el taxi sigue atravesando la noche. Semáforos en verde, letreros de locales cerrados, parques abandonados, almacenes vacíos, talleres, más edificios, luz insuficiente de lejanas farolas. En la noche todo existe como en su alma, vacío, sucio, abandonado. Le queda una botella de Whisky en alguna parte, pero prefiere parar en Joe's de la septima avenida con Wallace Street. El taxista le mira de reojo ¿Quién puede querer acabar en semejante antro? Cuando se apea, con movimientos lentos, mira fieramente al portero, que ya le conoce demasiado.

-¿Está ella aquí? Le pregunta secamente.

El portero –un gigante encogido en si mismo- remolonea balanceándose de un lado a otro con las piernas abiertas, el abrigo demasiado ancho meciéndose al compás, un cierto gesto nervioso en las manos.

-Ya hablaste con Joe de eso, - comienza a decir el portero- sabes qué es mejor para ti que dejes pasar el tiempo antes de volver a entrar.

De su cartera, con lentitud, el boxeador extrae un naipe que mira con intensa amargura, con la vista nublada por los golpes. Dos de corazones. La carta que dejó Betty sobre la barra cuando dijo que se iba y no volvió más. Corazones negros como el asfalto, como la noche mucho más allá de Brooklyn, más allá del mar que muere en el puerto, como el ring cuando todos se han ido y se apagan los focos y se queda con su soledad y su dolor insaciable. Palpa el revolver en el bolsillo de su chaqueta, las dos balas en el otro bolsillo.

- Yo sé lo que me conviene- dice mientras le aparta con un gesto firme, atraviesa el umbral y entra en aquel lugar que aparece oscuro, más oscuro que nunca en su vida.

 Ilustración de Joan Marc Babot (el primero!!)

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