24 noviembre, 2010

Rey de picas


¿Cómo se crea la ciudad perfecta? No es solo una cuestión organizativa, también hay que tener en cuenta la moral de los que viven allí, una moral que ha de basarse necesariamente en la honestidad y la honradez. La amplitud de las calles, su trazado, el adoquinado, la limpieza, todo eso puede parecer imprescindible. Las fachadas se pueden pintar, los baches se pueden tapar, y una fuerza moral conjunta puede seguir haciendo que este pueblo sea un lugar donde merezca la pena vivir. Los verdes campos de esta orilla del Mississipi acogían una ciudad pacífica y laboriosa que vivía en comunión. Las gentes se saludaban por las calles y en la taberna solo se podían encontrar pacíficos viajeros de paso que esperaban el transbordador en el embarcadero principal del río. Pero nada puede hacer una ciudad contra un cáncer que puede corroerle el espíritu hasta pudrirlo. ¿De qué sirve entonces la esperanza de un mundo bueno y piadoso, cuando los hombres se pierden en la tentación, la lascivia, el vicio, la corrupción. La manzana podrida ha contaminado el cesto. Y yo, Jimmy Curley, sheriff de Nilo City no supe impedirlo.
Ese cáncer se llamaba Nicosia Tarlem, una mujer dotada de la perversa belleza de un corazón inundado de maldad.
Yo mismo la vi llegar. Pasó junto a mi oficina al desembarcar del ferry. Aquel día llegaba el St. Andrew, lo recuerdo, el que venía de Range City. Pero allí nadie había oído nunca hablar de ella, y no había ningún recuerdo de mujer así en toda la cuenca del Mississipi.
Comenzaba el verano, con las chicharras cricando en las riberas cuando Nicosia entró en la taberna. Su ceñido vestido malva era lo más radiante que se había visto por allá en muchos años. Se ofreció para bailar y cantar a cambio de dinero, una habitación y unas cuantas copas. Aquella noche fui a verla y fue ella misma la que se acercó a hablarme nada más bajar del escenario, en un descanso.
- ¿De dónde ha sacado esos vestidos? No sabía que en Carlson City hubiera avanzado tanto la moda para señoritas.
- Para su información, los compré en Boston, mucho más al este de Carlson city. ¿Es de eso de lo que quiere hablarme, de moda femenina?
- Señorita, dígame ¿A qué ha venido a nuestro pacífico pueblo?
- Deseo alegrar a este lugar con un poco de mi arte.
- No me cabe duda de que lo está consiguiendo… sabe usted como levantar pasiones entre mis conciudadanos.
- Me halaga sheriff. -Dijo mientras se alejaba- ¿Volveremos a vernos?

Sí, volvimos a vernos. Joe vino a decirme que por extraño que pareciera había empezado a jugar al póquer con Nicosia y tres hombres más y había acabado apostando la taberna. La había perdido, por supuesto. Joe, desesperado, renegaba de ella y sus, dijo textualmente, endemoniadas cartas invertidas. Había pedido jugar con aquellas cartas. Parecía extraño y a todos les hizo gracia. Joe aseguraba que había hecho trampas. Pero aquellos tres hombres que nunca habíamos visto por el pueblo le obligaron a firmar un documento de cesión del local. Y eso era serio. ¿Qué podía hacer yo si la ley se inclinaba en contra del más débil, del más necesitado de justicia?  Lo mandé a hablar con el juez Mc Callister. Dos días más tarde, tras emborracharse en su antigua taberna –la nueva dueña le fiaba los tragos- volvió a su casa, tomó su rifle y volvió con él en ristre. Entró en el salón disparando. Mató al menor de los Cadwell y a Johny Hitch, el de la lavandería, antes de que aquel desconocido al que nunca habíamos visto por aquí le descerrajara la cabeza con su revólver. El juez McCallister dictaminó defensa propia y aquel desconocido quedó libre. Sólo duraría dos días más, por que al tercer día después del juicio disparé contra él cuando pretendía huir con caballos que había robado del establo de los Grant. Iba junto a otros dos compinches, pero consiguieron escapar. Sin embargo, uno de los Grant, el primer hijo de Abbey Grant, descubrió uno de sus caballos atado a la puerta de la taberna, y entró a encararse con el cuaquero. Recibió tres balazos en el pecho. Cuando llegamos yo y mis hombres ya no quedaba más que un cadáver. Ni testigos ni meros clientes. Nadie sabía nada y Nicosia sonrió levemente mientras los hermanos Grant retiraban el cadáver. Pero yo ya tenía suficiente. Arrastré a la maldita Nicosia hasta el calabozo y mandé cerrar con tablas la taberna.
No habían pasado ni un par de horas cuando el juez del condado se presentó con dos civiles con aspecto de señores de ciudad. Tuve que liberar a Nicosia. Me lanzó una mirada despectiva cuando salió de la celda con paso de garza, tan perfecta como había entrado. Desde entonces su taberna se fue convirtiendo cada vez más en un  pozo de degradación. Un hombre apareció muerto en las caballerizas de la tienda de Joe. Podría haber llegado allí arrastrándose desde la taberna, que estaba enfrente. Como no lo conocíamos, lo enterramos sin muchas ceremonias. En pocas semanas el pequeño cementerio a las afueras del pueblo había recibido casi una docena de nuevos inquilinos. Y yo veía como la sangre manchaba las calles de mi ciudad sin poder hacer nada.
Una noche pasé por allí. Acabé bebiendo más de la cuenta y me dejé provocar por uno de los matones de Nicosia, uno al que llamaban Texas George. No hice bien, Dios lo sabe. Le golpeé más de la cuenta y sin embargo, cuando me tenían cogido entre unos cuántos, ella apareció e hizo que me soltaran. Llevaba en la mano dos vasos de whisky. Me ofreció uno y bebió el suyo sin más esperas. Yo hice lo propio con el mío. Me dijo que era mejor que no volviera por allí y después sentí un golpe muy fuerte. Desperté en uno de los sillones de mi oficina, con el Juez McCallister frente a mi. Venía a imponerme que bajo ningún concepto entrara en el local de la señorita  Tarlem –así la llamó-. Intenté protestar, -me dolía terriblemente la cabeza- pero el Juez abandonó la oficina cuando aún buscaba las palabras justas. Ahora tenía las manos atadas. Pero algo me quedó claro de la que parecía que iba a ser la última visita a la taberna: timbas de póquer, dados, chicas emperifolladas paseándose por las mesas, el terrible movimiento de las caderas de Nicosia en el escenario.
Mis conciudadanos, que tanto tiempo habían estado rogándome que actuara como en los viejos tiempos, que actuara con firmeza contra ese nido de podredumbre, pasaron a mirarme con desprecio. Por no saber ayudarles, incluso por creer que de algún modo yo podría estar aliado con Nicosia. Cada vez bajaban más forasteros de los ferrys del embarcadero. En las calles reinaba un bullicio extraño, chusco. Y yo y Ben, mi ayudante, no parábamos de sacar borrachos de las calles, amenazar a pistoleros, vivir en guardia constante por los tiroteos que cada noche se formaban en la taberna. Pero para cuando conseguíamos entrar, todos fingían no suceder nada. Era extraño, como un teatro detenido en el tiempo.
Estaba harto. Fui a ver al juez a su casa, dejé la estrella encima de la mesa y me volví muy dignamente. McCallister, como era costumbre en él, se mantuvo impertérrito. No me sorprendió ver a Texas George paseándose por la calle principal con mi estrella colgada de la solapa. Estaba todo perdido.
Se decían muchas cosas por aquella época. Se decía que habían disparado veinte veces a Nicosia y que ninguna bala le había dado. Y eso que la habían encañonado los más afamados pistoleros del Mississipi, incluso a bocajarro. Se decía que tenía algo de bruja, que su padre era rey iraní o de no se sabía donde, que leía el futuro en los posos del café, que podía esclavizar a los hombres con solo mirarlos fijamente.  En poco tiempo el pueblo entero se convenció de que se trataba de una especie de hechicera. Para acabar de convencerse solo había que tener en cuenta que en su taberna se jugaba al póquer con unas barajas diferentes, con los colores cambiados, baraja invertida decían que decía ella misma. Cuando ella se instaló aquí, eso de las barajas al revés formó mucho revuelo, y fueron muchos los que se acercaron a ese antro solo por la curiosidad. Las cartas invertidas, aseguraban, tenían un endemoniado comportamiento, y convertían una buena mano en mala, ahí es nada. Esas cartas torcían los destinos. Eso -afirmaban- era lo que más exasperaba a los jugadores, y era el motivo por el que acababan a balazos cada noche.
Yo pasaba los días de desempleado sentado en el porche de la tienda de Joe, fumando lentamente mientras contemplaba la puerta de la taberna. No sé si esperaba que sucediera algo, pero una noche vino un indio a decirme que la señorita Tarlem me atendería en su cámara. Seguí  al individuo; me hicieron entrar, subir la escalera y recorrer un pasillo hasta llegar hasta la puerta de la sala de Nicosia, a quien vi tumbada en un diván. Se levantó para recibirme y me sentó en una butaca mientras ella volvía a tumbarse. La sola visión de su cuerpo producía escalofríos.
Esto ha cambiado mucho – observé, al comprobar el nuevo tapizado de las paredes, los cortinajes, los muebles caros, las lámparas.
- Ya ve… le hacía falta un toque femenino. Pero no lo voy a ocupar por mucho tiempo.
- Sí, y de eso quería hablarle: usted me llevará.

Entre frase y frase levantaba una carta de un mazo que llevaba distraídamente entre las manos y la miraba con un extraño interés.
- Míreme ¿Cuánto cree que podré durar viva con tanto buitre codiciando mis ganancias? – Se quejó mientras sacaba otra carta.
- Eso depende de su suerte. Por otra parte dicen que usted tiene un extraño poder para eludir las balas.
- No haga caso a la gente. La mayoría de las veces no sabe lo que dice.

Hubo un breve silencio. Nicosia parecía ensimismada en uno de los naipes que había extraído de la baraja.
- Si pretende fugarse, adelante –la animé- Pero ¿por qué no se hace acompañar por uno de sus matones? Ese indio, por ejemplo, el que me ha traído hasta aquí.
- Son criminales, sheriff –pronunció sin afectación- Cualquiera de ellos me vendería por doscientos dólares. ¿Cree usted que puede alguien fiarse de un criminal?
- ¿Y quien desembolsaría doscientos dólares por detener su huida?
- Cualquiera, no sea tan ingenuo. Ahora toca salir de este pueblo.
- ¿Ahora mismo? –pregunté, indiferente.
- Claro que sí, la noche es clara. Podremos llegar por la mañana a Range City. Allí le dispensaré de su cometido.

Se detuvo un segundo, se acercó a mi y me acarició levemente la pechera.
- Sólo puedo confiar en usted por que sé que es el más interesado en verme fuera de este pueblo. –dijo, solícita- Y podrá asistir con  su estrella de Sheriff al entierro del juez McCallister.

Volvió a la mesa, tomó el mazo que había dejado y levantó la primera carta. El rey de picas rojo.
- ¿Y sabe por que estoy tan segura de que puedo confiar en usted?-inquirió blandiendo la carta ante mi- Por que ellas me lo han dicho. Nunca se equivocan. Mis cartas. El rey de picas me protegerá del mal.
Volvió a abrazarme suavemente mientras me susurraba al oído.
Subí lentamente la mano por su espalda, hasta agarrarla de la nuca. Apreté con fuerza, desenfundé mi revolver y la disparé a bocajarro. El indio entró en la habitación y le disparé cuando aún no había atravesado el dintel de la puerta. El ruido del local –zapateados de las bailarinas, golpes en las mesas al compás, la voz de una manada de borrachos coreando las canciones- amortiguó el resto. Me sentí tranquilo, especialmente calmado. Ella agonizaba sobre el diván, donde la había dejado caer. Se agarraba desesperadamente a la herida con sus manos de princesa de cabaré. La sangre se derramaba por entre sus dedos.
Arrastré el cadáver del indio hacia dentro de la sala, cerré la puerta y me senté a ver como moría Nicosia Tarlem. La bala había atravesado el cuello y probablemente se había clavado en un pulmón en trayectoria descendente. Tardaría poco en dejarse ir, en soltar las amarras. Tras las ventanas podía sentir el viento recorriendo las calles de mi ciudad. Algún día volvería a ser la misma que fue. Las mañanas de mayo en la Avenida de los tilos, los atardeceres en la calle principal, las praderas junto al río. Todo volvería a su remanso de paz.
Estaba convencido de que se estaba haciendo justicia., que su muerte realmente tenía un sentido. Me sentí confortado, calmado, pleno de convicción. Pero ¿Qué debía sentir ella? ¿En qué pensaría en esos momentos?
Estoy seguro de que en esos últimos segundos, boqueando silenciosamente, con su mirada clavada en mi, debió pensar que yo no había resultado tan de fiar como sus pronósticos le habían hecho creer, que sus cartas por una vez se habían equivocado y que aquello había sido, sin duda, una mala mano.

1 comentario:

  1. Esto pasa por enviar las cosas sin mirar, o mejor peor escribir sin mirar a la pantalla...

    Me ha hecho usted volver a Deadwood, señor Dani Coro, aunque no sé si su sherif me recuerda al sherif que se tragó el palo de escoba o a Sorensen. Un placer encontrar sus letras por aquí.

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