05 marzo, 2012

Cuatro de tréboles


El primer rayo desgajó la cangreja y dejó a la deriva a la goleta de velas áuricas que navegaba hacia la costa del sur. Las tormentas eran algo escasas en esos días, la mala suerte nada tuvo que envidiar al infortunio.
El doctor joven de pelo rojo, saltó de la litera, corrió por el pasillo estrecho, subió los tres tramos de escaleras en dos zancadas y salió a cubierta justo para recibir el bofetón de una ola que le lanzó cuatro metros por la borda.
Cuando despertó (o no…) desconocía completamente dónde se encontraba. Era un lugar cálido con aroma a madera dulce, una especie de cabaña en la copa del árbol más extraño que pudiera imaginar, le dolía la cabeza… de ahí el vendaje que le cubría parcialmente el ojo derecho.
Al pie de la cama encontró ropas confeccionadas con un algodón oscuro, una especie de túnica ancha con un estampado geométrico. Se la colocó y salió a la plataforma exterior para casi caer desde unos veinte metros, se sentía mareado.
- No deberías levantarte aún, come algo -La voz le llegó desde lo alto, encaramado a una rama un crío de no más de 10 años, miraba muy concentrado al horizonte con algún tipo de sextante.
- ¿Dónde estoy?
- Eso es lo que intento determinar… Come.
- ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -dijo intentando librarse del vendaje que le cubría la cabeza.
- Eso se lo tendrás que preguntar a mi hermana, ella es la que se encarga del tiempo -señaló, sin soltar el sextante, hacia un árbol contiguo conectado por una pasarela colgante de poco más de medio metro de ancho.
- Según tu percepción… ¡tres días! -gritó una voz femenina desde el interior de la cabaña del otro árbol-. ¡Come!
Sobre la mesa baja, en una bandeja de madera había un gran número de pequeños panecillos planos, con todo tipo de ingredientes gratinados, una gran botella redonda con un asa de cuerda que contenía un líquido translúcido de un tono dorado y a su lado un vaso alto y dos pequeños con formas geométricas.
El crío del sextante se relajó un segundo y sonrió abiertamente.
- ¿Ya has averiguado dónde estamos? -preguntó de nuevo mientras cogía otro panecillo.
- Estamos… en el cuatro de tréboles, ¡je je je!
- ¿Cómo? -dijo el doctor con cara de no haber escuchado bien.
- Bueno para ser más exactos estamos en el tercer trébol del cuatro de tréboles, un trébol mas y saltaremos de carta -argumentó la hermana cruzando la pasarela hacia la terraza en la que se encontraba la mesa con comida.
- ¿Qué?… No entiendo eso… ¡No entiendo nada!
Gritando apareció otro niño desde abajo, trepando por el tronco, saltó sobre la mesa gesticulando, chillando, retorciéndose…
- ¡Es una alteración! ¡Alteración! ¡Alteración!
- Lo que quieres decir es que el siguiente salto, la siguiente carta… ¿no es el cinco de tréboles? -dijo el niño que volvió a escrutar el horizonte con aquel sextante.
- ¡No! A lo que me refiero es que este trébol es rojo -El niño, con cara de asombro, señaló al doctor.

Pasó en aquel lugar una semana más o menos, conoció a los viajeros y las circunstancias en las que viajaban, cómo habían llegado allí, cómo vivían, sus costumbres, y comprendió que aquel lugar era mágico.
Esta vez el salto fue hacia atrás, los árboles eran bajos, anchos, de gruesas ramas y estaban bastante alejados entre ellos, las pasarelas tenían una longitud de casi cien metros.
- Esto no tiene sentido, estamos en alguna carta de diamantes, creo que en el dos…
Muy seria y mirando una de las pulseras que colgaba de su muñeca, la muchacha grito para que todos la oyeran:
- ¡Alguien está barajando!
- Y eso hace extremadamente inestables los saltos entre cartas -comentó inmediatamente el pequeño cartógrafo.
En el siguiente salto el doctor regresó a su dimensión, despertó mecido por las olas en la orilla de alguna playa del sur. A lo lejos la goleta partida en dos descansaba sobre las rocas, totalmente fuera del agua.
No le costó mucho llegar hasta ella, entró apartando un trozo del casco astillado. En su camarote, debajo del escritorio descubrió esparcida en el suelo la baraja que le había regalado su padre antes de embarcar, la recogió y ordenó meticulosamente, se dio cuenta que el cuatro de tréboles era rojo…
La guardó en la envoltura original, la precinto y jamás la volvió a abrir, vivió muchos años, siempre la tuvo cerca y antes de morir se la regaló a uno de sus nietos, el único que como él tenía el pelo rojo.

01 julio, 2011

Diez de diamantes


-Venga Claire, que luego nos vamos a comer -Leonard pedía paciencia a su mujer después de toda la mañana removiendo el polvo de las reliquias de la familia.
-Aquí no hay nada más que muebles viejos, ¿no te valdría más la pena que lo recojan todo con el derribo?
-Sí… la verdad es que no hay mucho que aprovechar. Pero es que nunca estuve en esta casa y ¡no deja de ser la casa de mi familia! Mañana ya no tendré esta oportunidad.
-Yo me llevaría solo el escudo. Lo podemos poner en la casa, cuando esté hecha, ¿no? ¡No me creo que vayamos a vivir en la Picardie!
-¡Seguro que ya has pensado dónde lo pondrás!
-¿El escudo? Bueno, el rojo y el negro son un poco agresivos, pero ya le encontraremos un rincón…
-Vale -cedió Leonard-, lo descuelgo y nos vamos -Acercó una mesa a la pared y se subió a ella, a lo que la mesa respondió con un preocupante crujido-. ¡Toma, cógelo que esto se rompe!
Al tiempo que Leonard había descolgado el blasón, algo cayó al suelo. Parecía un papel doblado, lo recogió, polvoriento y oscurecido.
-¿Y esto qué es? –Lo desplegó con cuidado-. Es una carta, o algo así…
-Léela -El interés de Claire creció repentinamente.
-“Me llamo Leonard Bethencourt.”-Se interrumpió–. Supongo que es una carta de mi padre, ¿verdad?
-¡Lee, lee…!
-“Hasta hace bien poco, los Bethencourt habíamos conservado un relativo buen nombre, puede que por falta de oportunidades tentadoras. Heredé de mis antecesores la casa en la que me crié y un blasón familiar que debía honrar. Ese blasón, compuesto de diez losanges plata sobre campo de sable*, engalana aún decenas de objetos valiosos que me pertenecieron, estén ahora donde estén.”
-Espera, ¿”losanges plata”? ¡Eso es blanco! Pero si los rombos son rojos… -Siguió leyendo-. “Recuerdo la respuesta de mi abuelo cuando le pregunté para qué servía un blasón, ‘para saber quién es quién debajo de la armadura y los caballeros de honor no se maten entre ellos’. Nuestro blasón se había mantenido imperturbable después de muchas batallas, hasta ahora, cuando yo debo alterarlo.”
Los ojos de Leonard estaban abiertos como naranjas.
-“El gusto por el juego formó también parte de mi herencia, me enseñaron la poética de la lucha entre caballeros sobre una simple mesa. Siempre me fascinó. Me enorgullecía de saber leer el carácter de un oponente a través de sus jugadas, qué ironía. Estos son los escalones de mi vergüenza: el juego y el alcohol alejaron a mi mujer y a mi hijo de mí, y después años de soledad, caí en la perversión de un tramposo. Subestimé el poder de esa baraja endiablada que confundía el color de los palos de la baraja francesa. El rojo en negro y al revés. Me dejé retar por los trucos de ese malnacido sin nombre. En el lance final volteé la carta y era el maldito diez de diamantes negros. Todavía oigo la risa de ese infame al ganar mi casa, la casa de mi familia que yo acababa de apostar. Me atormenta no haber descubierto aún el hechizo.
Como un caballero pagué mi deuda y, aún sin mediar papeles, tomó posesión de mi casa. Me arrojó al camino en plena noche. Dijo: ‘Esos diez diamantes le han dado la vuelta a las cosas, esta casa era tuya y ahora es mía’. Tomó el blasón de mi familia y sentenció entre risotadas: ‘Merecen estar en mi blasón, que será el contrario que el tuyo’. Lo hizo, inventó un infame blasón de diamantes sable sobre plata. Y, para colmo de desfachatez, cambió su nombre por Courtbethen.”
-¡Qué mala leche! -exclamó el hijo del ofendido-. “Nadie más que yo puede entender mi desamparo al ver cómo el tal Courtbethen desmantelaba los vestigios del pasado de mi familia que yo mismo puse en sus manos. Me mortificaba ver cómo se deshacía a peso de cualquier objeto de valor. No supo ganar como un caballero. Y cuando, meses más tarde, el azar puso ante mí un puñal de mi familia en un anticuario de Amiens, no me costó decidir que debía usarlo para matarle.
Courtbethen estaba borracho, sentado en medio del salón vacío. Cuando hundí el puñal en su panza gordinflona no se dio cuenta de que se moría.”
Se detuvo impresionado, pero no levantó la vista de la carta.
-“Su sangre tiñó de rojo los losanges blancos de la empuñadura y ese es el único residuo que de él debe perdurar, el blasón de losanges gules sobre campo sable que presidirá ahora el salón de la casa Bethencourt. Esa será la huella de haber manchado de sangre el honor de mi escudo.”
Un silencio denso palpitó en la sala mientras las motas de polvo suspendidas en el aire seguían su camino errante.
-¿Tu padre…? –logró, al fin, balbucear Claire.
-Vamos a comer -dijo agarrando el blasón con una mano y el brazo de su mujer con la otra.
-¿…Saber que tu padre, además de alcohólico, era una asesino no te quita el hambre?
Y Leonard Bethencout, hijo, miró a su mujer con un aplomo desconocido en él y dijo:
-Pues no, Claire, de hecho tengo más hambre que nunca.

* En heráldica los losanges son rombos; el sable es el color negro; el plata, el blanco; y el gules, el rojo.

24 noviembre, 2010

Rey de picas


¿Cómo se crea la ciudad perfecta? No es solo una cuestión organizativa, también hay que tener en cuenta la moral de los que viven allí, una moral que ha de basarse necesariamente en la honestidad y la honradez. La amplitud de las calles, su trazado, el adoquinado, la limpieza, todo eso puede parecer imprescindible. Las fachadas se pueden pintar, los baches se pueden tapar, y una fuerza moral conjunta puede seguir haciendo que este pueblo sea un lugar donde merezca la pena vivir. Los verdes campos de esta orilla del Mississipi acogían una ciudad pacífica y laboriosa que vivía en comunión. Las gentes se saludaban por las calles y en la taberna solo se podían encontrar pacíficos viajeros de paso que esperaban el transbordador en el embarcadero principal del río. Pero nada puede hacer una ciudad contra un cáncer que puede corroerle el espíritu hasta pudrirlo. ¿De qué sirve entonces la esperanza de un mundo bueno y piadoso, cuando los hombres se pierden en la tentación, la lascivia, el vicio, la corrupción. La manzana podrida ha contaminado el cesto. Y yo, Jimmy Curley, sheriff de Nilo City no supe impedirlo.
Ese cáncer se llamaba Nicosia Tarlem, una mujer dotada de la perversa belleza de un corazón inundado de maldad.
Yo mismo la vi llegar. Pasó junto a mi oficina al desembarcar del ferry. Aquel día llegaba el St. Andrew, lo recuerdo, el que venía de Range City. Pero allí nadie había oído nunca hablar de ella, y no había ningún recuerdo de mujer así en toda la cuenca del Mississipi.
Comenzaba el verano, con las chicharras cricando en las riberas cuando Nicosia entró en la taberna. Su ceñido vestido malva era lo más radiante que se había visto por allá en muchos años. Se ofreció para bailar y cantar a cambio de dinero, una habitación y unas cuantas copas. Aquella noche fui a verla y fue ella misma la que se acercó a hablarme nada más bajar del escenario, en un descanso.
- ¿De dónde ha sacado esos vestidos? No sabía que en Carlson City hubiera avanzado tanto la moda para señoritas.
- Para su información, los compré en Boston, mucho más al este de Carlson city. ¿Es de eso de lo que quiere hablarme, de moda femenina?
- Señorita, dígame ¿A qué ha venido a nuestro pacífico pueblo?
- Deseo alegrar a este lugar con un poco de mi arte.
- No me cabe duda de que lo está consiguiendo… sabe usted como levantar pasiones entre mis conciudadanos.
- Me halaga sheriff. -Dijo mientras se alejaba- ¿Volveremos a vernos?

Sí, volvimos a vernos. Joe vino a decirme que por extraño que pareciera había empezado a jugar al póquer con Nicosia y tres hombres más y había acabado apostando la taberna. La había perdido, por supuesto. Joe, desesperado, renegaba de ella y sus, dijo textualmente, endemoniadas cartas invertidas. Había pedido jugar con aquellas cartas. Parecía extraño y a todos les hizo gracia. Joe aseguraba que había hecho trampas. Pero aquellos tres hombres que nunca habíamos visto por el pueblo le obligaron a firmar un documento de cesión del local. Y eso era serio. ¿Qué podía hacer yo si la ley se inclinaba en contra del más débil, del más necesitado de justicia?  Lo mandé a hablar con el juez Mc Callister. Dos días más tarde, tras emborracharse en su antigua taberna –la nueva dueña le fiaba los tragos- volvió a su casa, tomó su rifle y volvió con él en ristre. Entró en el salón disparando. Mató al menor de los Cadwell y a Johny Hitch, el de la lavandería, antes de que aquel desconocido al que nunca habíamos visto por aquí le descerrajara la cabeza con su revólver. El juez McCallister dictaminó defensa propia y aquel desconocido quedó libre. Sólo duraría dos días más, por que al tercer día después del juicio disparé contra él cuando pretendía huir con caballos que había robado del establo de los Grant. Iba junto a otros dos compinches, pero consiguieron escapar. Sin embargo, uno de los Grant, el primer hijo de Abbey Grant, descubrió uno de sus caballos atado a la puerta de la taberna, y entró a encararse con el cuaquero. Recibió tres balazos en el pecho. Cuando llegamos yo y mis hombres ya no quedaba más que un cadáver. Ni testigos ni meros clientes. Nadie sabía nada y Nicosia sonrió levemente mientras los hermanos Grant retiraban el cadáver. Pero yo ya tenía suficiente. Arrastré a la maldita Nicosia hasta el calabozo y mandé cerrar con tablas la taberna.
No habían pasado ni un par de horas cuando el juez del condado se presentó con dos civiles con aspecto de señores de ciudad. Tuve que liberar a Nicosia. Me lanzó una mirada despectiva cuando salió de la celda con paso de garza, tan perfecta como había entrado. Desde entonces su taberna se fue convirtiendo cada vez más en un  pozo de degradación. Un hombre apareció muerto en las caballerizas de la tienda de Joe. Podría haber llegado allí arrastrándose desde la taberna, que estaba enfrente. Como no lo conocíamos, lo enterramos sin muchas ceremonias. En pocas semanas el pequeño cementerio a las afueras del pueblo había recibido casi una docena de nuevos inquilinos. Y yo veía como la sangre manchaba las calles de mi ciudad sin poder hacer nada.
Una noche pasé por allí. Acabé bebiendo más de la cuenta y me dejé provocar por uno de los matones de Nicosia, uno al que llamaban Texas George. No hice bien, Dios lo sabe. Le golpeé más de la cuenta y sin embargo, cuando me tenían cogido entre unos cuántos, ella apareció e hizo que me soltaran. Llevaba en la mano dos vasos de whisky. Me ofreció uno y bebió el suyo sin más esperas. Yo hice lo propio con el mío. Me dijo que era mejor que no volviera por allí y después sentí un golpe muy fuerte. Desperté en uno de los sillones de mi oficina, con el Juez McCallister frente a mi. Venía a imponerme que bajo ningún concepto entrara en el local de la señorita  Tarlem –así la llamó-. Intenté protestar, -me dolía terriblemente la cabeza- pero el Juez abandonó la oficina cuando aún buscaba las palabras justas. Ahora tenía las manos atadas. Pero algo me quedó claro de la que parecía que iba a ser la última visita a la taberna: timbas de póquer, dados, chicas emperifolladas paseándose por las mesas, el terrible movimiento de las caderas de Nicosia en el escenario.
Mis conciudadanos, que tanto tiempo habían estado rogándome que actuara como en los viejos tiempos, que actuara con firmeza contra ese nido de podredumbre, pasaron a mirarme con desprecio. Por no saber ayudarles, incluso por creer que de algún modo yo podría estar aliado con Nicosia. Cada vez bajaban más forasteros de los ferrys del embarcadero. En las calles reinaba un bullicio extraño, chusco. Y yo y Ben, mi ayudante, no parábamos de sacar borrachos de las calles, amenazar a pistoleros, vivir en guardia constante por los tiroteos que cada noche se formaban en la taberna. Pero para cuando conseguíamos entrar, todos fingían no suceder nada. Era extraño, como un teatro detenido en el tiempo.
Estaba harto. Fui a ver al juez a su casa, dejé la estrella encima de la mesa y me volví muy dignamente. McCallister, como era costumbre en él, se mantuvo impertérrito. No me sorprendió ver a Texas George paseándose por la calle principal con mi estrella colgada de la solapa. Estaba todo perdido.
Se decían muchas cosas por aquella época. Se decía que habían disparado veinte veces a Nicosia y que ninguna bala le había dado. Y eso que la habían encañonado los más afamados pistoleros del Mississipi, incluso a bocajarro. Se decía que tenía algo de bruja, que su padre era rey iraní o de no se sabía donde, que leía el futuro en los posos del café, que podía esclavizar a los hombres con solo mirarlos fijamente.  En poco tiempo el pueblo entero se convenció de que se trataba de una especie de hechicera. Para acabar de convencerse solo había que tener en cuenta que en su taberna se jugaba al póquer con unas barajas diferentes, con los colores cambiados, baraja invertida decían que decía ella misma. Cuando ella se instaló aquí, eso de las barajas al revés formó mucho revuelo, y fueron muchos los que se acercaron a ese antro solo por la curiosidad. Las cartas invertidas, aseguraban, tenían un endemoniado comportamiento, y convertían una buena mano en mala, ahí es nada. Esas cartas torcían los destinos. Eso -afirmaban- era lo que más exasperaba a los jugadores, y era el motivo por el que acababan a balazos cada noche.
Yo pasaba los días de desempleado sentado en el porche de la tienda de Joe, fumando lentamente mientras contemplaba la puerta de la taberna. No sé si esperaba que sucediera algo, pero una noche vino un indio a decirme que la señorita Tarlem me atendería en su cámara. Seguí  al individuo; me hicieron entrar, subir la escalera y recorrer un pasillo hasta llegar hasta la puerta de la sala de Nicosia, a quien vi tumbada en un diván. Se levantó para recibirme y me sentó en una butaca mientras ella volvía a tumbarse. La sola visión de su cuerpo producía escalofríos.
Esto ha cambiado mucho – observé, al comprobar el nuevo tapizado de las paredes, los cortinajes, los muebles caros, las lámparas.
- Ya ve… le hacía falta un toque femenino. Pero no lo voy a ocupar por mucho tiempo.
- Sí, y de eso quería hablarle: usted me llevará.

Entre frase y frase levantaba una carta de un mazo que llevaba distraídamente entre las manos y la miraba con un extraño interés.
- Míreme ¿Cuánto cree que podré durar viva con tanto buitre codiciando mis ganancias? – Se quejó mientras sacaba otra carta.
- Eso depende de su suerte. Por otra parte dicen que usted tiene un extraño poder para eludir las balas.
- No haga caso a la gente. La mayoría de las veces no sabe lo que dice.

Hubo un breve silencio. Nicosia parecía ensimismada en uno de los naipes que había extraído de la baraja.
- Si pretende fugarse, adelante –la animé- Pero ¿por qué no se hace acompañar por uno de sus matones? Ese indio, por ejemplo, el que me ha traído hasta aquí.
- Son criminales, sheriff –pronunció sin afectación- Cualquiera de ellos me vendería por doscientos dólares. ¿Cree usted que puede alguien fiarse de un criminal?
- ¿Y quien desembolsaría doscientos dólares por detener su huida?
- Cualquiera, no sea tan ingenuo. Ahora toca salir de este pueblo.
- ¿Ahora mismo? –pregunté, indiferente.
- Claro que sí, la noche es clara. Podremos llegar por la mañana a Range City. Allí le dispensaré de su cometido.

Se detuvo un segundo, se acercó a mi y me acarició levemente la pechera.
- Sólo puedo confiar en usted por que sé que es el más interesado en verme fuera de este pueblo. –dijo, solícita- Y podrá asistir con  su estrella de Sheriff al entierro del juez McCallister.

Volvió a la mesa, tomó el mazo que había dejado y levantó la primera carta. El rey de picas rojo.
- ¿Y sabe por que estoy tan segura de que puedo confiar en usted?-inquirió blandiendo la carta ante mi- Por que ellas me lo han dicho. Nunca se equivocan. Mis cartas. El rey de picas me protegerá del mal.
Volvió a abrazarme suavemente mientras me susurraba al oído.
Subí lentamente la mano por su espalda, hasta agarrarla de la nuca. Apreté con fuerza, desenfundé mi revolver y la disparé a bocajarro. El indio entró en la habitación y le disparé cuando aún no había atravesado el dintel de la puerta. El ruido del local –zapateados de las bailarinas, golpes en las mesas al compás, la voz de una manada de borrachos coreando las canciones- amortiguó el resto. Me sentí tranquilo, especialmente calmado. Ella agonizaba sobre el diván, donde la había dejado caer. Se agarraba desesperadamente a la herida con sus manos de princesa de cabaré. La sangre se derramaba por entre sus dedos.
Arrastré el cadáver del indio hacia dentro de la sala, cerré la puerta y me senté a ver como moría Nicosia Tarlem. La bala había atravesado el cuello y probablemente se había clavado en un pulmón en trayectoria descendente. Tardaría poco en dejarse ir, en soltar las amarras. Tras las ventanas podía sentir el viento recorriendo las calles de mi ciudad. Algún día volvería a ser la misma que fue. Las mañanas de mayo en la Avenida de los tilos, los atardeceres en la calle principal, las praderas junto al río. Todo volvería a su remanso de paz.
Estaba convencido de que se estaba haciendo justicia., que su muerte realmente tenía un sentido. Me sentí confortado, calmado, pleno de convicción. Pero ¿Qué debía sentir ella? ¿En qué pensaría en esos momentos?
Estoy seguro de que en esos últimos segundos, boqueando silenciosamente, con su mirada clavada en mi, debió pensar que yo no había resultado tan de fiar como sus pronósticos le habían hecho creer, que sus cartas por una vez se habían equivocado y que aquello había sido, sin duda, una mala mano.

17 abril, 2010

As de picas


Quién iba a pensar que aquella carta era un retorno al pasado. La abrí y cayó un naipe. No reparé en la inversión del color hasta el punto y final del escrito.
Tengo motivos para pensar que el as de picas es un corazón herido. Un corazón con una espina clavada. Un corazón ennegrecido. No sufras, ni grites al aire aunque te queme el alma al leer esta carta. Rápidamente entenderás la mirada huidiza y perdida de la hiena. Esa mirada que vive de la muerte. Ya bien sé que me dabas por extinguido, y puede que lo esté, pero qué carajo importa eso si hasta cuando me incorporo del catre y me dispongo a cubrir mis pies con unas zapatillas lo hago con tus ojos en mí clavados. Y cuando escupo lo hago por si esputar por la boca me ayuda a olvidarte. Sí, ya sé que estoy enfermo. Pero dime, ¿piensas que me sirve de algo saberlo?

Estoy muriendo en una habitación de dos metros cuadrados. Y mira tú, me vienes continuamente a la cabeza. Aunque seas lo peor que me haya pasado nunca te imagino inversa, con ojos mansos, cabello espeso en largas negras ondas, y viva, sobretodo viva. ¿Conoces el sabor del regocijo de la derrota en tu alma? Seguro que no. Qué fácil vivir sin nada, querida. Qué bien se lo pasan los idiotas que nada quieren saber de enfermas ánimas. De verdades humanas paradas en el tiempo. De amores que se dieron por caducos. No te iría mal ver un cuerpo muerto como el mío. No te iría mal ver lo que es escasez y derrota, para darte cuenta que la otra cara de la moneda nada tiene que ver con lo que parece. ¿Sabes que hay una cruz porque existe una cara?

Ya ves tú por lo que le da a un loco. Por extender una baraja de póquer en el suelo y estirase encima desnudo, medio muerto y oler las cartas, diferenciar los palos, indagar en los orígenes de cada uno de ellos, buscar simbolismos de color y forma. Y observarlas mientras el pene y otros órganos las rozan. Y he rozado una en la que me he quedado y en ella ando. En el buceo denso de la amalgama de una alma rota. Y mira, parece que he encontrado el mayor de los éxitos. Y es que me he dado cuenta que los corazones son  traseros de mujer y las picas son corazones heridos, podridos. Y ahora mi único objetivo es enrojecer la pica, mi corazón, invertir la baraja. Invertir el color de mi dolor. Tengo al comodín de la verdad de mi parte, y bien sabes que es poderoso. Con la absoluta certeza que me otorga el amor te mando un as de picas de color invertido. Invertido con la tinta de mi sangre. Una sangre impura, obscena, loca y alarmante, a la vez que certera. O sino ¿por qué estás ahora mismo llorando como si acabaras de nacer?
Te quiere siempre.
Timoty. Tu as de picas invertido.
Fue entonces cuando miré en dirección al naipe, y la distancia que iba desde mi cabeza hasta el suelo me parecieron millas. Mi hijo gateo lento hacia aquello en un aura de ensueño. Agarró la carta con su mano torpe e inocente y me miró. Justo en ese instante sentí frío, mucho frío. Caí al suelo a peso, seguramente en una de las diez mejores lipotimias de la historia. Ahora era yo la que patéticamente formaba un escorzo en el suelo. Mi mano se estiró y agarró la carta violentamente dañando a mi hijo. Quería aferrarme al amor para así poderle explicar a él algún día que una pica negra realmente es un corazón rojo con una espina clavada.

30 marzo, 2010

As de corazones


Trigésimo segunda vez que Anna soñaba con aquella oscuridad, de pie en una estrecha galería natural escuchando el fluir del agua lejana y profunda. Siempre despertaba con ese sabor metálico en la boca.
Ducha, zumo, cigarrillo y de camino al mercado municipal, magdalena de chocolate.

Susana y una habitación repleta de artefactos mecánicos, cajas de colores y todo tipo de objetos inclasificables para ilusionar a un público sugestionado por un nombre demasiado rimbombante. De todas las cosas que "El Gran Mago Romulodosfoskin" desechó cuando abandonó su profesión, su casa y su mujer, ella sólo conservará una vieja baraja de picas rojas y corazones negros.




Trigésimo séptima. Abrió los ojos, era su cumpleaños. Pensó, como cada día, en no ir al instituto y así lo hizo. Se fue al lago y tomó el sol semidesnuda sobre la hierba. ¿Por qué debía seguir yendo a la escuela, ya tenía dieciocho y aún no había acabado la ESO?

Susana y un teléfono antiguo sobre una mesita de tres patas, naranja pastel, a juego con el recibidor. Se supone que no volverá nunca a aquella casa, sus maletas en la puerta y un taxi que, por tercera vez, suena, impaciente. Susana no mira hacia atrás antes de cerrar la puerta.



Trigésimo novena. Esta vez no tenía prisa por levantarse, ya no trabajaba los sábados. Se quedó mirando la mitad que podía ver, del retrato de papa, colgado en el salón al fondo del largo pasillo. Por fin había contestado a sus cartas y ya no usaba aquel tono infantil como si pensara que aún era una cría. La luz entró y llenó el piso. Sólo faltaba descolgar el cuadro, gracioso le pareció esta vez, verlo disfrazado con ese turbante negro a juego con la carta que sostiene en su mano derecha y apoya sobre el corazón. Mañana estará con él, otra ciudad... gente nueva que conocer.

Anna cargaba con el cuadro perfectamente embalado, saliendo del portal de su ya antiguo piso.
- Hola.
Susana entraba en el edificio de su nuevo piso y dejaba la primera de sus maletas en el vestíbulo.
- Buenas tardes.
- Perdone señora, ¿me vigila el cuadro, mientras pido un taxi?
- ¡Ah! pues si esperas a que descargue mis cosas te llevas el mío.

En el trasiego el taxista, poco hábil, rasga el embalaje del cuadro mientras intenta colocarlo en el maletero y a la vez golpea el bolso de la señora que insiste en pagar, preocupada por sus maletas desamparadas en el portal.

La misma imagen que deja entrever la rasgadura del embalaje, la única carta boca arriba de la baraja esparcida por el suelo que ha caído del bolso.



Susana y una cama desecha, un sabor metálico en la boca le recuerda el sueño extraño que se repite ya por cuarta vez, oscuridad y agua en una gruta profunda, lejana. Desde la cama mira inconscientemente, al fondo del largo pasillo, en la pared vacía la sombra rectangular que dejó un cuadro que ahora no está. Con una chincheta Susana colgó esa carta de la baraja justo en el centro del rectángulo. Sólo ve la mitad del as de corazones y se le antoja que ya no es negro, pues parece una pica.

29 marzo, 2010

Rey de tréboles


A Karlos no le gusta quejarse. Su depurada puesta en escena siempre deja claro que es un hombre hecho y derecho, sin fisuras. Sobre ante todo la rubia de los ojos cándidos, todo un reto. Sus amigos dudaban de que esta fuera a ser la gran noche. “¿A quién se le ocurre tener tanta mala leche como para montar una fiesta de disfraces?” opinaban entre carcajadas en la cuarta ronda de zuritos antes de comer. Por supuesto, Karlos no se quejó. “¿Esta noche? ¿Y de qué hay que disfrazarse?” le había preguntado a la rubia anfitriona tratando de estar acorde con el entusiasmo. “¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas? Yo seré Alicia” dijo ella juguetona. Karlos, casi imperceptiblemente, tragó saliva. Mientras sostenía su mejor sonrisa empezaba a maquinar cómo salir airoso.
“Nada de animales –pensó- ¿Qué tal un naipe? Alguna figura, un Rey. Es perfecto: elegante, con mi capa y mi corona, claro que sí. Seguro que triunfo.”
Desechó disfrazarse de Rey de corazones. “Es demasiado tópico, además en el libro era un calzonazos”. Consideró los diamantes demasiado materialistas y las picas demasiado  violentas. Optó por los tréboles: “La suerte, eso le gusta a todo el mundo”. Sólo dos horas faltaban para la cita y Karlos puso en marcha el dispositivo de búsqueda de un disfraz de Rey de tréboles, Google y unas cuantas llamadas y ya lo tenía reservado. Ducha, concentración frente al espejo y el tiempo justo para recoger el disfraz, tendría que vestirse en la tienda. Al llegar allí, sólo se fijó en que la capa era tan larga y señorial como había imaginado, era más bien un modelo para lucir unas medias que dejaban poco a la imaginación. Ni siquiera apreció que los tréboles no eran negros, sino rojos. Cuando la rubia de los ojos cándidos abrió la puerta, enfundada en un vestidito mínimo, muy lejos de la imagen inocente de la Alicia de las ilustraciones de John Tenniel, sonrió burlona:
-    ¡Qué disfraz tan… original! –Dijo estirando su escueto delantalito blanco.
-    El tuyo es muy… sugerente –La aduló Karlos que acababa de percibir una tan involuntaria como inoportuna respuesta de su anatomía.
-    Pasa, ¡les vas a encantar!
Tras ella, un Sombrerero, bastante más enloquecido de la cuenta, intentaba arrebatarle el reloj a un chico entradito en carnes disfrazado de Liebre de marzo. Rápidamente reparó en que demasiados invitados masculinos habían optado por ser la Reina de corazones. Varias miradas se concentraron en Karlos, que no se atrevía a cruzar el umbral. Un cubano altísimo disfrazado de oruga, se le acercó, melindroso, apartando a unos naipes que tiraban de la cola a un gato de Chesire, y lanzándole el humo de su larga pipa le preguntó:
-    ¿Y quién eres tú, mi amol?
Karlos vivió una de las noches más extrañas de su vida, tan extraña como un trébol rojo. Pero no se quejó ni una sola vez. Al día siguiente, durante la ronda de zuritos, ante la curiosidad de sus amigos:
-    No, ¡qué va! No fui a la fiesta. ¿A quién se le ocurre montar una fiesta de disfraces?

28 marzo, 2010

Dos de corazones


Es hora de restañarse las heridas, bajar la inflamación del ojo derecho, escupir sangre mezclada con saliva. El zumbido que nota en sus sienes, que se agolpa en sus oídos se mezcla con el fragor del público enardecido tras los muros grises del vestuario. La insuficiente luz de un fluorescente le ciega lo bastante como para mantener la vista en el suelo, y por segundos no nota más que su respiración desesperada, como si en cada bocanada se redimiera de los golpes, mientras Barry le masajea los brazos con linimento, le habla palabras que ya no puede entender. Su cuerpo arde y se apaga bajo la ducha como si su alma pudiera redimirse de los golpes, salir de nuevo al mundo ennoblecida por el sacrificio. Un dolor impreciso y profundo en el abdomen, en el pecho, recuerda la furia que se derramó en el combate, como una fiera apenas humana, los guantes bien ajustados hasta apretar los tendones. Un derechazo, saber mover bien los pies, dibujar una finta, aguantar la embestida y de nuevo un nuevo golpe, y otro más. Barry vuelve al vestuario cuando él se está vistiendo, se sienta en la banqueta junto a él, comienza a contar billetes, sonríe, no deja de hablar de apuestas, de entradas, de nuevos contratos. Luego el silencio, el más hondo y aterrador silencio se apodera del recinto. El público ya se ha marchado, dos empleados negros barren el suelo mudos y parsimoniosos, la mayoría de los focos ya se han apagado. La taquillera le mira torvamente mientras despega del hall de la entrada el cartel de su combate.


En la avenida 74 el aire parece limpio, nuevo, como si viniera de lejanos montes dónde nunca han oído hablar de la ciudad eternamente alzada sobre el mundo. De pie sobre la acera, enciende un cigarrillo, guarda el mechero, camina hasta la esquina del Flary’s donde conoció a Betty se queda muy quieto contemplando la oscuridad de su interior tras las rejas, las mesas vacías, las sillas apiladas en un rincón, el piano cubierto por una gran tela blanca. Decide llamar a un taxi.

Después contemplará la noche desde la vitrina del vehículo, sentirá su olor a rancio y a callejón oscuro. Latirá la noche como late a fuego su vientre, su corazón que lucha como lucha el instinto en el ring. Si al menos Betty le esperara en casa después del combate, con la bata casi desanudada, y sus pechos florecientes asomando desde el corsé. Pero Betty no está, y en algún bar de mala muerte un desgraciado la estará sobando con sus manos blandas de abogado, con sus sucias manos manchadas de dinero sucio, de finanzas ocultas, y este dolor ya no tendrá sentido, los golpes habrán sido más merecidos que nunca. Si gira el cuello siente una punzada, si mueve las manos nota la presión sobre los tendones. Deslizándose por el asfalto, el taxi sigue atravesando la noche. Semáforos en verde, letreros de locales cerrados, parques abandonados, almacenes vacíos, talleres, más edificios, luz insuficiente de lejanas farolas. En la noche todo existe como en su alma, vacío, sucio, abandonado. Le queda una botella de Whisky en alguna parte, pero prefiere parar en Joe's de la septima avenida con Wallace Street. El taxista le mira de reojo ¿Quién puede querer acabar en semejante antro? Cuando se apea, con movimientos lentos, mira fieramente al portero, que ya le conoce demasiado.

-¿Está ella aquí? Le pregunta secamente.

El portero –un gigante encogido en si mismo- remolonea balanceándose de un lado a otro con las piernas abiertas, el abrigo demasiado ancho meciéndose al compás, un cierto gesto nervioso en las manos.

-Ya hablaste con Joe de eso, - comienza a decir el portero- sabes qué es mejor para ti que dejes pasar el tiempo antes de volver a entrar.

De su cartera, con lentitud, el boxeador extrae un naipe que mira con intensa amargura, con la vista nublada por los golpes. Dos de corazones. La carta que dejó Betty sobre la barra cuando dijo que se iba y no volvió más. Corazones negros como el asfalto, como la noche mucho más allá de Brooklyn, más allá del mar que muere en el puerto, como el ring cuando todos se han ido y se apagan los focos y se queda con su soledad y su dolor insaciable. Palpa el revolver en el bolsillo de su chaqueta, las dos balas en el otro bolsillo.

- Yo sé lo que me conviene- dice mientras le aparta con un gesto firme, atraviesa el umbral y entra en aquel lugar que aparece oscuro, más oscuro que nunca en su vida.

 Ilustración de Joan Marc Babot (el primero!!)

26 marzo, 2010

Autores fichados

Estos son los fichajes y sus cartas:

Ángel

  

David

   

   

Nacho

Cristina
Sin asignar

José Antonio
Sin asignar

Jota
Optando entre el 3 de corazones
y la Jota de corazones, ambos negros, por supuesto.


También hemos fichado a dos ilustradores, Oriol y Joan Marc, que están ansiosos por elegir qué cuentos ilustrarán. Señores, al tajo!